domingo, 22 de noviembre de 2009

Cazador de estrellas

Me perdí en la Luna.

Una noche masticaba una frase amarga, amores perdidos, días felices junto al mar; en aquella ocasión me sorprendí pensando mil maneras de corromper la suerte, de torcer el destino a mi favor, quizá fueron las ganas de alzar el vuelo, quizá el miedo a sepultarme vivo bajo la arena.

Desde entonces tengo la sensación de que la noche se multiplica infinitamente por mis venas, como si todas las horas cayeran en cascada, mojando las piedras con el veneno dulce de la nostalgia.

Mi condena es vivir por siempre aquel preciso instante, justo cuando todas las sonrisas me abandonan, ese misterioso segundo donde brillan las luces que arrastra el eco de los días perdidos; llegan, se detienen suavemente y se van en oleadas de abandono, recordándome que las flores son inalcanzables.

Siempre me ha gustado seguir la ruta de la luna, ella me ilumina el rostro de amarguras y placeres, me llena las manos con palabras nuevas, con cantos de ceniza y sal, mágicas danzas de lo oculto; ella vive, en los ecos de las sombras, en la esperanza, en las nostalgias repetidas que son todas la misma voz, en aquellas caricias sembradas en los llanos del delirio, infinitas como mares, oscuras como el culto de las musas, ellas escondieron su antifaz bajo mi cama y se fueron cuesta abajo, allí donde mi condena es buscar entre sus piernas, el recuerdo de la sonrisa que he perdido.

Perdido y errabundo.

La esperanza sabe como a tierra seca, los días se cuentan por los ratitos de felicidad, se degustan como los dulces caros; ratitos de lluvia sobre las hojas secas del almendro; ratitos tóxicos de palabras simplonas y piel desnuda; ratitos de necesidad de todo cuanto se ha perdido.

El camino esta sembrado de nostalgias. Siempre hay una puerta detrás de las espinas, una mirada bajo la luna, siempre algo porque seguir andando, es como buscar por siempre una razón para continuar despierto; es buscar por buscar , no es que sea importante, pero se desea con tanta fuerza que vale la pena detenerse a buscar en los rincones mugrientos de la conciencia; la razón de todo ello es siempre evitar el peso de las horas tristes, es evitar a toda costa convertirse en piedra -siempre quietos, siempre ecuánimes-.